domingo, 23 de marzo de 2014

Agosto Final



Mañana será el día de la recolección final de los destinos encubiertos. Aquellos que tanto han rodado por la inconciencia del incompareciente. La charca que deslumbra el pantano mugriento que llevo por recuerdo. No fuiste tú de garante, fui yo de desaliñado. Tanto aprendió el sabio de su necedad como dejó de interpelar el necio por futilidad. No me entiendo cuando pienso ni me siento cuando no. La razón no es lógica sino impulso incongruente que nunca pernocta en lo ideal. Se aloja, más bien, en ensueño.

sábado, 8 de marzo de 2014

Rabia



He decidido tener maldad en el corazón. No como reflejo desleal a la vida, sino como afrenta a la bondad. Me enerva la inquietud del aguardo. 

Solo vive armado de sutileza quien nunca ha pavimentado una senda hacia el tártaro griego.  

Juro desde mi entraña más furtiva que, aunque padezca de anemia moral, solo me verás estoico tras la muerte. Incluso entonces, pensaré dos veces antes de darte el goce de la indiferencia.

Tengo coraje y no es de valentía.

martes, 17 de diciembre de 2013

Sin vino te vas a patadas



Quien más y quien menos sabe que la vida se complica con el tarareo alterno de quien se esconde tras el consuelo incrédulo de un coloquio…

Quiero beber vino ahora; quiero echarte a patadas de mi sendero.

Mientras más de cerca te veo, más de lejos te retrato.

Cuando por fin miro de lejos y así te veo; voy a echarte a patadas de mi sendero.

Todavía queda vino en la copa; todavía no me percato.

Tan pronto pasa por mí la copa y el vino, vuelvo a estirar el zapato.

Cuando se acaba el vino todo se va a la mierda.

Más bien, tú te vas a la mierda cuando termino mi copa.

No terminé mi copa, pero tú la viraste a empujones.

Así que a patadas ahora tú te vas a la mierda.  


Nunca pienses que escribo de ti;
Sólo si de pendejo el sombrero quedó para ti.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Una noche habitual para morir



Era un jueves en la tarde en aquella ciudad calurosa. A las 4:58 guardó la última caja y cerró los cuatro candados que tenía la puerta. Salió a la calle, sintió el quemar del sol que se escondía por el oeste y decidió caminar un par de cuadras. Siguió su caminar hasta que llegó a un pequeño restaurante que hacía esquina con una barbería y algún local abandonado. Entró al restaurante y se sentó en la mesa donde usualmente se sienta todas las noches a comer. Dos meseros llegaron inmediatamente a su mesa. Uno cargaba el pan, el otro traía la copa de cabernet. Ambos lo saludaron contentos de verlo y jocosamente comentaron y discutieron alguno que otro evento noticioso de los que figuraban en las portadas de los periódicos. Como de costumbre ordenó carne roja, grasosa y casi cruda, acompañada de otra copa de vino y pan horneado. Terminó de comer, pagó y continuó su marcha. Esta vez caminó unas cinco cuadras en dirección contraria. Ya se había puesto el sol y comenzaba a sentirse la brisa de la noche mientras oscurecía.

Se detuvo en la misma calle de todas las noches para entrar a la misma barra de todas las noches. Entró, saludó al cantinero y se sentó en la esquina más alejada junto frente al televisor donde corrían las noticias… dónde no había nadie cerca. Como de costumbre pidió un trago doble y encendió un cigarrillo. El cantinero le permitía fumar dentro de la barra siempre que nadie se quejara. Esta noche el lugar estaba casi desierto.

Luego de haber tomado ya cuatro tragos y haber fumado unos ocho cigarrillos comenzó a sentir una extraña palpitación en el pecho. Empezó a sudar descontroladamente. Se agarró el pecho con la mano derecha. Arrugó la cara. De pronto sus brazos colapsaron, el sonido desapareció y su frente detuvo la caída de su cuerpo contra la mesa. Sus hábitos lo habían alcanzado.

Pasaron exactamente siete minutos hasta que volvió a sentir algo. No fue un sonido, no fue algo que vio, nada que olió, probó ni tocó. Sintió algo que no era un sentido. Era la muerte. Tras darse cuenta del hecho de la muerte, sus sentidos comenzaron a regresar. Escuchó silencio. Tocó la superficie sólida. Sintió el aroma de la brisa y saboreó la sal en el viento. Cuando por fin pudo abrir los ojos, vio todo un resplandor de luz. Todo estaba alumbrado cuan si caminara sobre la luz. A lo lejos se veía una silueta. Con un paso lento y tímido caminó hacia ella. Al acercarse vio que era un hombre sentado en una barra con un trago en la mano y una silla vacía como esperando que se sentara. Llegó hasta donde el hombre y se sentó. El hombre le pasó un vaso lleno y dijo;

‘Supongo que te hace falta un trago doble’

‘¿Quién eres?’- preguntó

‘Dios’- respondió

Boquiabierto le preguntó; ‘¿Si eres Dios, que haces bebiendo aquí conmigo?’  

A lo que Dios replicó; ‘Tomo la forma que necesites para poder comprenderme. ¿Hay algo que quieras preguntarme?’

Todavía un poco abrumado por todo dijo; ‘Toda la vida tuve mil preguntas e inquietudes. Hoy que ya no tengo vida y puedo tener respuestas, solo tengo remordimiento de morir sin haberme realizado.’

Dios sonrió y le dijo; ‘¡Perfecto! No me preguntes. Toma tu trago y ven a caminar conmigo, yo te cuento.’   

domingo, 29 de septiembre de 2013

Estampa de otra noche



Como quien ya estuviera acostumbrado y cual si fuera ya una rutina, cerró la contrapuerta y regresó a su rincón. Limpió una copa, la secó y la asentó en la mesa. Procedió a buscar la botella de licor más fuerte que tenía. Una copa de vino no funcionaría de absorbo esta vez. Ron, puro ron, aquel que es difícil de tragar y te hace fruñir el ceño. El ron que te arruga la expresión. Agarró la botella para hacerle compañía a la copa. Antes de sentarse, abrió una gaveta de dónde sacó dos cigarros y una caja de fósforos. Bajó la mirada y un tanto angustiado guardó uno de los cigarros. Esa noche solo se encendería un cigarro y se serviría tan solo una copa, aunque sin lugar a dudas se bebería toda una botella. De camino a la mesa agarró un cenicero que casualmente estaba apoyado sobre un libro que se veía un tanto maltratado. Cuando miró el libro vio que se trataba de una edición antológica de Walt Whitman. Volvió a bajar la mirada, agarró el libro y continuó su lento camino hasta la mesa por entre la oscuridad de las puertas y los pasillos.

Cuando por fin llegó a la mesa movió la silla y se sentó. Todo se veía sombrío pues no había luz que encendiera esa noche. Solo alumbraba la luz de la noche que entraba por entre las ventanas. Sirvió la primera copa de ron y levantándola en la mano izquierda brindó con la soledad. Bajó el primer sorbo de ron,  fruñó el ceño y la cara arrugó. Hasta se ahogó y carraspeó la garganta. Así arropado de incertidumbre se tomó de un solo acto la copa entera y sirvió otra copa. Mordió la punta del cigarro y encendió un fósforo. Por un segundo se alumbró todo aquel rincón. Mientras fumaba y seguía bajando la botella de ron, miró de reojo el libro de Whitman. Esta noche el libro no le hablaba. Lo tiró a un lado y al levantar la mirada vio en una esquina su vieja guitarra. Se paró a buscar la guitarra y regresó a la mesa.

Sin pensarlo mucho, dejó que su embriaguez tomara forma de madera hueca resonando notas de cuerdas amarradas. Tocó suave pero constante un arpegio en Re menor. La armonía gritaba melancolía.

Volvió a bajar la mirada, cerró los ojos y suspiró…