En aquel
lugar que él llama existencia hay una fosa que es desmesuradamente profunda…
recóndita. Él no sabe de dónde salió la maldita fosa y mucho menos sabe cómo
fue que terminó habitándola. La fosa de cuando en cuando se llena de agua. Los
días que flota en el agua se entretiene y reposa. Además, aunque sea por un
rato logra saciar la sed que lo atormenta. Los días que no tiene agua, que son
casi todos, la fosa tiene sereno y rocío… son los peores días. La humedad del
sereno y el rocío atraen todo tipo de gusanos, lombrices y escarabajos.
Insectos que él no logra evitar por más que lo intenta. Parecería que los
insectos han descifrado como jugar el juego tenebroso de la fosa recién
humedecida. Él cree entender y hasta avasallar a los insectos. Pero los
insectos siempre llegan aventajados. Los gusanos lucran su apariencia. Las
lombrices, curveadas y viles, tragan su esencia. Los escarabajos se
regocijan en sus restos.
Cuando por
primera vez se vio en la fosa pensó que era temporera su estadía. Incluso,
llegó a disfrutar las visitas iniciales…inusuales… de los insectos en días de
húmedo rocío. Pero la humedad ha logrado infiltrar lentamente lo más profundo
de su adjetivo. Ya no sabe cómo conjugar su propia existencia. Extraña el calor
y el sol. Los días secos le parece una lejana utopía… “Pero la vida en la fosa
ha de ser transitoria.” Piensa mientras se esconde de alguna lombriz que se
desliza entre las paredes de la fosa.
No hay
quien viva una vida dentro de la cárcava sepultada y escondida.
Él es feliz… Pero de pronto recuerda que sigue habitando la fosa y la felicidad se disipa como sus restos en manos de un escarabajo.
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