martes, 17 de diciembre de 2013

Sin vino te vas a patadas



Quien más y quien menos sabe que la vida se complica con el tarareo alterno de quien se esconde tras el consuelo incrédulo de un coloquio…

Quiero beber vino ahora; quiero echarte a patadas de mi sendero.

Mientras más de cerca te veo, más de lejos te retrato.

Cuando por fin miro de lejos y así te veo; voy a echarte a patadas de mi sendero.

Todavía queda vino en la copa; todavía no me percato.

Tan pronto pasa por mí la copa y el vino, vuelvo a estirar el zapato.

Cuando se acaba el vino todo se va a la mierda.

Más bien, tú te vas a la mierda cuando termino mi copa.

No terminé mi copa, pero tú la viraste a empujones.

Así que a patadas ahora tú te vas a la mierda.  


Nunca pienses que escribo de ti;
Sólo si de pendejo el sombrero quedó para ti.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Una noche habitual para morir



Era un jueves en la tarde en aquella ciudad calurosa. A las 4:58 guardó la última caja y cerró los cuatro candados que tenía la puerta. Salió a la calle, sintió el quemar del sol que se escondía por el oeste y decidió caminar un par de cuadras. Siguió su caminar hasta que llegó a un pequeño restaurante que hacía esquina con una barbería y algún local abandonado. Entró al restaurante y se sentó en la mesa donde usualmente se sienta todas las noches a comer. Dos meseros llegaron inmediatamente a su mesa. Uno cargaba el pan, el otro traía la copa de cabernet. Ambos lo saludaron contentos de verlo y jocosamente comentaron y discutieron alguno que otro evento noticioso de los que figuraban en las portadas de los periódicos. Como de costumbre ordenó carne roja, grasosa y casi cruda, acompañada de otra copa de vino y pan horneado. Terminó de comer, pagó y continuó su marcha. Esta vez caminó unas cinco cuadras en dirección contraria. Ya se había puesto el sol y comenzaba a sentirse la brisa de la noche mientras oscurecía.

Se detuvo en la misma calle de todas las noches para entrar a la misma barra de todas las noches. Entró, saludó al cantinero y se sentó en la esquina más alejada junto frente al televisor donde corrían las noticias… dónde no había nadie cerca. Como de costumbre pidió un trago doble y encendió un cigarrillo. El cantinero le permitía fumar dentro de la barra siempre que nadie se quejara. Esta noche el lugar estaba casi desierto.

Luego de haber tomado ya cuatro tragos y haber fumado unos ocho cigarrillos comenzó a sentir una extraña palpitación en el pecho. Empezó a sudar descontroladamente. Se agarró el pecho con la mano derecha. Arrugó la cara. De pronto sus brazos colapsaron, el sonido desapareció y su frente detuvo la caída de su cuerpo contra la mesa. Sus hábitos lo habían alcanzado.

Pasaron exactamente siete minutos hasta que volvió a sentir algo. No fue un sonido, no fue algo que vio, nada que olió, probó ni tocó. Sintió algo que no era un sentido. Era la muerte. Tras darse cuenta del hecho de la muerte, sus sentidos comenzaron a regresar. Escuchó silencio. Tocó la superficie sólida. Sintió el aroma de la brisa y saboreó la sal en el viento. Cuando por fin pudo abrir los ojos, vio todo un resplandor de luz. Todo estaba alumbrado cuan si caminara sobre la luz. A lo lejos se veía una silueta. Con un paso lento y tímido caminó hacia ella. Al acercarse vio que era un hombre sentado en una barra con un trago en la mano y una silla vacía como esperando que se sentara. Llegó hasta donde el hombre y se sentó. El hombre le pasó un vaso lleno y dijo;

‘Supongo que te hace falta un trago doble’

‘¿Quién eres?’- preguntó

‘Dios’- respondió

Boquiabierto le preguntó; ‘¿Si eres Dios, que haces bebiendo aquí conmigo?’  

A lo que Dios replicó; ‘Tomo la forma que necesites para poder comprenderme. ¿Hay algo que quieras preguntarme?’

Todavía un poco abrumado por todo dijo; ‘Toda la vida tuve mil preguntas e inquietudes. Hoy que ya no tengo vida y puedo tener respuestas, solo tengo remordimiento de morir sin haberme realizado.’

Dios sonrió y le dijo; ‘¡Perfecto! No me preguntes. Toma tu trago y ven a caminar conmigo, yo te cuento.’   

domingo, 29 de septiembre de 2013

Estampa de otra noche



Como quien ya estuviera acostumbrado y cual si fuera ya una rutina, cerró la contrapuerta y regresó a su rincón. Limpió una copa, la secó y la asentó en la mesa. Procedió a buscar la botella de licor más fuerte que tenía. Una copa de vino no funcionaría de absorbo esta vez. Ron, puro ron, aquel que es difícil de tragar y te hace fruñir el ceño. El ron que te arruga la expresión. Agarró la botella para hacerle compañía a la copa. Antes de sentarse, abrió una gaveta de dónde sacó dos cigarros y una caja de fósforos. Bajó la mirada y un tanto angustiado guardó uno de los cigarros. Esa noche solo se encendería un cigarro y se serviría tan solo una copa, aunque sin lugar a dudas se bebería toda una botella. De camino a la mesa agarró un cenicero que casualmente estaba apoyado sobre un libro que se veía un tanto maltratado. Cuando miró el libro vio que se trataba de una edición antológica de Walt Whitman. Volvió a bajar la mirada, agarró el libro y continuó su lento camino hasta la mesa por entre la oscuridad de las puertas y los pasillos.

Cuando por fin llegó a la mesa movió la silla y se sentó. Todo se veía sombrío pues no había luz que encendiera esa noche. Solo alumbraba la luz de la noche que entraba por entre las ventanas. Sirvió la primera copa de ron y levantándola en la mano izquierda brindó con la soledad. Bajó el primer sorbo de ron,  fruñó el ceño y la cara arrugó. Hasta se ahogó y carraspeó la garganta. Así arropado de incertidumbre se tomó de un solo acto la copa entera y sirvió otra copa. Mordió la punta del cigarro y encendió un fósforo. Por un segundo se alumbró todo aquel rincón. Mientras fumaba y seguía bajando la botella de ron, miró de reojo el libro de Whitman. Esta noche el libro no le hablaba. Lo tiró a un lado y al levantar la mirada vio en una esquina su vieja guitarra. Se paró a buscar la guitarra y regresó a la mesa.

Sin pensarlo mucho, dejó que su embriaguez tomara forma de madera hueca resonando notas de cuerdas amarradas. Tocó suave pero constante un arpegio en Re menor. La armonía gritaba melancolía.

Volvió a bajar la mirada, cerró los ojos y suspiró…                          

sábado, 31 de agosto de 2013

Cuando pienso en ti



 










Aquella vez traté de decirlo frente a todos pero las palabras ciertas no aparecieron. Solo mi cara perpleja, expresión sincera y palabras que ni recuerdo pero que se no fueron las correctas. Al menos no fueron las que merecía tu despedida. Hoy no puedo evitar darle un segundo intento cuando pienso en ti. 

Te conocí toda mi vida, pero no fue hasta después de tu vida que realmente pude comprender todo lo que eres. Eres una fortaleza, una luz que ni ante la muerte parpadea. Independencia hecha carne, hueso, sangre y hasta polvo. Eres cariño incomprensible…inagotable. Nobleza capaz de sacar un ‘te quiero’ de la terquedad más profunda. Firmeza de convicción aferrada a lo amado. Eres todo lo que somos gracias a lo que tú eres.
El recuerdo que cala más hondo en mí, que siempre me hace pensar en ti, fue sentarme de niño con ustedes a mirarlas hablar. Escucharlas hacer cuentos, tomar vino y resolver todos los problemas del mundo. Para luego preguntarme a mí como yo los resolvería. Conversaciones tan geniales que hasta participaba una gran armadura de acero. Los primeros rasgos de mi carácter. Mi primera noche bohemia. 

Tampoco saco de mi cabeza, cuando pienso en ti, aquella navidad que me hiciste recitar aquel brindis leído de aquel libro. Ese día me enseñaste tres cosas. Me enseñaste a brindar, a leer poesía y el significado del tesoro escondido en los ojos de mi abuela, mi mamita y mi titi. ¡Qué grande eres!  

Cuando te ibas ya lo esperábamos. Ya estábamos preparados. Por lo menos eso pensaba yo. Pero tú me enseñaste tanto, que hasta después de irte me seguiste enseñando. Después de que te fuiste aprendí lo que verdaderamente quiere decir ‘inconsolable’. Así me siento cuando pienso en ti… inconsolable. Aferrado al recuerdo de lo que todavía no puedo creer ya no está. Hasta me siento inconsolable cuando veo otros pensando en ti, especialmente mi piojita. Supongo que eso solo atesta tu incalculable valor. 

Eres tan noble que hasta viniste a despedirte aquí, a donde te vio nacer un campito. 

Recuerdo la última mirada que me diste, las últimas palabras que me dijiste, la última expresión que vi de tu carita. 

Gracias por cuidar a mi mamita toda su vida, gracias por cuidar a mi piojita, a mi viejita, gracias por ser. 

Al final me quise aferrar a ti para que no te fueras, pero fuiste tú la que me abrazó a mí para no irse. Te aseguraste de vivir a través de todos nosotros que somos reflejo de todo lo que tú eres. 

Te extraño,      
     

martes, 27 de agosto de 2013

El Siemprevivo


Supe una vez una historia que nunca conté y que si te das cuenta en realidad no la estoy contando ahora. Puede que se trate más bien de una mera adjetivación del carácter de un personaje que puede ser o no real o ficticio. Lo cierto es que no se trata, ni se ha tratado nunca, del cueto que me presto a no contar.

Hubo un momento en que comprendí la virtud que entretiene el fin del Siemprevivo. Era la de un hombre que nunca supo, o no quiso saber, lo que es estar en un estado de indefensión sin sentir júbilo al hacerlo. Era un estado de euforia constante. El sufrimiento y la angustia nunca lo acompañaron; y si lo hicieron, el Siemprevivo nunca dejó que nadie lo supiera. Realmente pienso que el Siemprevivo posee el don de la juventud eterna de las emociones, que es igual a la vida que da muerte a todo lo que tiene a su alrededor que en su condición no existe. No existe alrededor para el Siemprevivo.  

El día en que murió el Siemprevivo… no sé lo que pasó pues el Siemprevivo sobrevivió toda su ascendencia y su estirpe.  

El Siemprevivo será siempre un vivo ante la muerte.